'La isla del aire' | Critica

Hubo obra, pero no de teatro

Ana Ibáñez e Itziar Luengo, en una escena de 'La isla del aire'.

Ana Ibáñez e Itziar Luengo, en una escena de 'La isla del aire'. / Javier Albiñana (Málaga)

Viendo La isla del aire pensaba un servidor en las razones que puede tener alguien para querer montar una obra de teatro, más allá de complicarse la vida, pillar algunos berrinches y perder algunos amigos. Y supongo que lo menos polémico que se puede decir es que cierta gente hace teatro porque no hace otra cosa: propone al espectador una determinada experiencia (tal vez una historia o algo completamente distinto) que no puede darse con una composición musical, ni con un libro, ni siquiera con una película. Convengamos en que, entonces, el teatro contiene códigos propios, inequívocos y suficientes para que esa experiencia ocurra. Viene todo este rollo a cuento porque a la hora de adaptar a la escena la novela de Alejandro Palomas, en este caso con el mismo escritor como responsable del texto dramático, había que hacer un viaje desde el libro hasta la escena. Pero, para ser honestos, este viaje se ha quedado a medio camino, sin terminar. La misma textualidad del relato es lo que aquí se ofrece, servida en un formato distinto, pero una adaptación debía haber guiado ese mismo cuerpo textual, también, por otros cauces. Cuidado, no se trata de denunciar un teatro textual por ser textual; pero sí de lamentar que el texto se convierta en único eje para la experiencia hasta anular prácticamente cualquier otro mecanismo de expresión escénica. Y eso es, ay, el principal problema de La isla del aire.

Porque sorprende, de hecho, que no haya en el montaje nada parecido a una dirección de actrices: las intérpretes, con toda la atención puesta en la reproducción del texto, parecen pasar todo el rato sin saber qué hacer con las manos, lo que malogra decididamente ciertas intervenciones que, con un trabajo más consciente y con más claves, podrían haber sido brillantes. Las actrices, que conste, hacen lo que pueden y seguramente sacan petróleo del material de partida; pero tampoco ayudan mucho unos personajes que se expresan continuamente como si fueran a ganar el Nadal el año que viene. En el empeño por lograr la expresión verbal más depurada para la cristalización de los sentimientos, la impresión general es de falta de verdad. Resulta revelador que, a la hora de imprimir cierto humor y, de paso, cierta humanidad, se recurra constantemente a ciertos chistes escatológicos que a partir del segundo dejan de tener gracia y acaban jugando en contra de los personajes. Una mera disposición de apartes para algunos monólogos no basta para alumbrar una estructura dramática completa. Tampoco un cambio de escenario. El teatro es una maquinaria generadora de sentido a través de lo poético, que convierte en tal cada objeto que aparece en escena. Y aquí poesía hay poca, salvo que se quiera hacer pasar lo melodramático por poético. Lo que sería aún más grave.

Con tanto texto en la lengua y sin más recursos, el acabado del montaje se parece demasiado al de cierto registro aficionado con caché. Y es una pena. Hubo estreno, pero el teatro estaba en otra parte. 

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