La política de la indignación ha vuelto. En realidad nunca se fue del todo. Con la crisis de 2008 fue la clave del 15-M, un movimiento que expresó un malestar democrático y un anhelo de cambio político en una España inmersa en la crisis. Había una senda del perdedor, y los Henry Chinasky de entonces eran los jóvenes y una clase media que no sólo perdían oportunidades laborales sino también la protección de un Estado de Bienestar que vivía momentos de descuido y hacía resentirse la enseñanza y la sanidad públicas. Como Jano bifronte, la política de la indignación era el resultado, por un lado, de la desesperación de los perdedores de la crisis y, por otro, del anhelo de un cambio político de regeneración democrática. Ese fue uno de los rasgo de esa ya lejana nueva política y lo que unió a Podemos y Ciudadanos. Hoy los líderes de estos partidos políticos están fuera de la política activa. Ciudadanos ha desaparecido, Podemos está crisis. Al final, un cambio y una regeneración democráticas incumplidas.

Hoy, la política de la indignación vuelve de nuevo pero el fenómeno adquiere un perfil diferente. El sujeto político que reivindica el cambio político es una derecha insurgente que toma las calles en contra de un gobierno por una idea de España distinta. Esa derecha insurgente, representada por Vox, se ha movilizado y no parece mirar al futuro. Al contrario, las calles se han llenado de nostalgia de un pasado que creíamos superado. Hemos vuelto a ver banderas españolas preconstitucionales, escuchado el cara al sol y nos han recordado a Franco. No sólo son personas que forman parte del ese franquismo sociológico sino también militantes y partidarios de la extrema derecha. No son tampoco los perdedores del sistema. La derecha en nuestro país tiene todo el derecho de hacer la oposición que crea conveniente al nuevo gobierno y, desde luego, apoyada en las movilizaciones pero sin caer en la provocación, el acoso o la violencia callejera.

Llueve sobre mojado. Uno de los problemas que tenemos en las democracias actuales es el avance de los líderes ultras. Los más recientes: Milei en Argentina y Wilders en Holanda. No es sólo el resultado de la ira o la indignación de algunos, el problema es más profundo: es la crisis de representación que vivimos, que afecta a políticos e instituciones. Estos partidos lo único a que pueden contribuir es polarizar aún más la política de sus respectivas sociedades –como pasó en el Estados Unidos de Trump- y sus políticas radicales es evidente que no serán la solución de los problemas políticos de sus respectivos países. No es sólo una cuestión de politólogos, tomen nota los gobiernos con esta nueva ola política de airados.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios